Antes de que las hordas post-marxistas y deconstruccionistas sometan este texto a la carnicería crítica de rigor, admitiré – en un acto de sinceridad que para nada recomiendo – que soy tremendamente parcial hacia Cataluña y los catalanes. Efectivamente, la ideología se puede transmitir de muchas maneras, pero ninguna tan eficaz, en mi opinión, como el martillo pilón de la repetición familiar desde la más tierna infancia. Así de sencillo. ¡Y es que cuánto sufrió filosofando el pobre Gramsci en vano!
Desde que tengo uso razón, siempre que mis padres se referían a Cataluña lo hacían con la muletilla ‘que es lo mejor de España’. Una temprana visita a aquellas tierras en la adolescencia – en concreto al lago de Banyoles (o Bañolas) y a la Bahía de Roses (o Rosas) – no hizo por supuesto más que confirmar esta opinión con todo tipo de motivos culturales, afectivos, geográficos y estéticos. Opinión que posteriormente no ha hecho más que crecer en mi conciencia hasta llegar al punto irracional actual, en el que reconozco que nada ni nadie me va a hacer pensar de forma diferente, ya depare el futuro a Cataluña su actual versión autonómica, convertirse en una región anexionada, un cúmulo de territorios o un país independiente (algo que me es del todo indiferente).
(Para que esto no dé lugar a ningún tipo de envidias, me apresuro a indicar que sostengo la misma convicción ex aequo con respecto a Madrid, por razones sentimentales y biográficas de igual peso).
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Primera decepción
En todo caso y por lo que sé, en estas tierras ibéricas han sido hasta el momento sólo los vascos – gracias a su cultura del bertsolari – los que han comprendido la máxima de que los poetas han de ser la última autoridad en lo que a política se refiere. A una similar conclusión se llegó también por otras vías en Italia con Dante y por supuesto en Inglaterra, en donde se incluyó así mismo de forma generosa a los críticos literarios – como los preceptivos John Ruskin o Matthew Arnold – no sólo en política sino de forma más civilizada también en religión.
(Excurso: si algo necesita nuestra religión oficial es una bocanada de aire fresco procedente de la literatura).
Sería altamente irresponsable, sin embargo, que los filósofos disfrutaran de tamaño privilegio, como ilustran a la perfección el caso de Platón en la Antigua Grecia, Marx en la Europa decimonónica o Fernando Savater en nuestra España del 78.
Bajo esta premisa, comienzo mi análisis de los resultados de las elecciones celebradas este 14 de Febrero del 2021 sin ocultarles mi primera gran decepción. Parece ser que, con toda probabilidad, el nuevo President de la Generalitat será de nuevo un hombre heterosexual, algo que cansa simplemente por repetitivo. Los hombres llevamos miles de años intentando demostrar sin éxito que en política podamos estar a la altura de las mujeres, especialmente en los momentos difíciles. Aún sin contar con los referentes actuales de Margaret Thatcher o Angela Merkel, los casos de Cleopatra, Boudica o Isabel la Católica deberían ser más que suficientes para disipar de una vez por todas las dudas con respecto a la indudable superioridad femenina en esta área.
Como concesión los catalanes, siempre tan innovadores, nos harían un gran favor si nombraran a un/a President transexual, o en su defecto – y descartada la para mí siempre preferible opción femenina – a un President homosexual practicante (lo que hoy en día se conoce como ‘salido del armario’). El carácter masculino heterosexual es definitivamente demasiado inconstante para la labor política, y además los hombres de toda orientación sexual por lo general solemos andar más bien faltos de convicción, valor y sentido común. La literatura ofrece siempre una vía de escape más apropiada a las deficiencias de nuestro género, aunque también sea difícil en estos días en ella el estar a la altura del sexus mulieris.
Segunda decepción
La segunda decepción esperada es el gran aumento de votos de Vox y su irrupción con fuerza en el Parlament. Como bien sabe Euprepio Padula – ese artista de la comunicación que no sé bien si nos merecemos – esto no ha sido para mí en absoluto una sorpresa. Siempre he mantenido que el actual régimen constitucional del 78 va a terminar un día donde empezó: en el franquismo. Esto es porque desde el principio ha perdido la batalla del relato, siendo el resultado no de una revolución gloriosa como la inglesa o menos gloriosa como la francesa, sino de un pacto vergonzante con los últimos estertores de un régimen que toda persona de bien no puede más que despreciar por sus imperdonables deficiencias éticas y estéticas.
Dice bien la Biblia que Dios castiga en los hijos las maldades de los padres (Éxodo 20:5), y los defectos de fábrica de nuestro actual – e infinitamente mejor que su precedente – régimen político terminarán por significar su autodestrucción, a no ser que exista una profunda reforma y regeneración que no parecemos poder divisar en estos momentos. Huelga decir que en ningún caso sostengo que el partido del Sr. Abascal represente al franquismo en nuestros días – y quiero pensar que tampoco estaría dispuesto a cometer sus muchas tropelías. Me limito tan sólo a señalar que – como ha indicado en alguna ocasión uno de sus dirigentes – se considera su heredero y no lo condena.
Propuestas paralelas
En literatura se ofrecen soluciones y no sólo problemas – esa es la especialidad de nuestros economistas – y por lo tanto propongo dos nada originales como tónicos para nuestro decadente régimen político: un significativo aumento de la compasión y otro paralelo de la imaginación. El lector avezado habrá reconocido que se corresponden a las dos características que el hispanista Paul Preston consideraba definitorias del franquismo y del propio Franco: su falta de compasión y su falta de imaginación. Y es que Dios me libre de proponer soluciones políticas para España/el Estado Español (tachen el que menos les guste) que no hayan pasado por el tamiz de los hispanistas anglosajones, que son sin duda los que más saben de nosotros y los únicos cualificados para darnos lecciones.
Precisamente las noticias que nos vienen desde más allá del Canal de la Mancha son sin duda alentadoras para nuestros independentistas catalanes, más allá de sus buenos resultados en estas elecciones. El Reino Unido se está convirtiendo a pasos agigantados en un Reino Des-Unido, y desde el Brexit los independentistas escoceses y anexionistas irlandeses han cobrado nuevos bríos y todas las encuestas les son favorables. Antes de que nuestros anglófobos patrios – es decir, nuestra élite cultural – se froten las manos, me apresuro a indicar que nuestros destinos están inexorablemente entrelazados. No les quepa la menor duda de que sin Gran Bretaña – que tiene infinitas razones más que España para ser un estado unido – termina siendo desmembrada, el destino de nuestro reino estará sellado.
La imaginación simbólica
El europeísmo tontorrón que campea por estos lares nunca dejará de sorprenderme, y no me cabe absolutamente ninguna duda de que una Unión Europea cuyo baluarte y centro político de gravedad es el no-país de Bélgica y que mayoritariamente reconoce a la República de Kosovo un día terminaría por aceptar a una Cataluña independiente en su seno. Hay muchos países en Europa que aplaudirían la desmembración de España – entre ellos el primero y por razones históricas el Reino Unido, como muestra la práctica totalidad de debates celebrados sobre el asunto en la BBC.
Efectivamente, los anhelos independentistas de Cataluña y el País Vasco (y buena parte de Navarra) denotan la falta de imaginación simbólica de nuestro actual régimen político, al que de forma inmediata le recomendaría un upgrade estético, comenzando por un nuevo himno (no por favor el de Riego) y una nueva bandera (no por favor la republicana). En muchas ocasiones, como mantuvo Mercé Rodoreda, ‘les coses importants són les que no ho semblent’ (‘las cosas importantes son las que no lo parecen’).
Esperanza y paciencia
Por lo demás, celebro la muy baja participación de las recién celebradas elecciones catalanas. Demuestra que los catalanes se toman en serio su salud y que comprenden que el votar es un derecho político, que no un deber cívico – esto último lo es pagar los impuestos y no evadir capitales a Suiza o las Bahamas (si han de evadir, háganlo por favor de forma patriótica a Gibraltar, que al menos da mucho trabajo a Algeciras y la Línea de la Concepción). Además, parece ser que los catalanes van internalizando que el no votar es una forma mucho más saludable de protestar contra nuestro régimen y clase políticos que el quemar contenedores, algo muy de agradecer.
La última conclusión que me deparan estas elecciones es que los habitantes de fuera de Cataluña que actualmente compartimos estado común necesitamos urgentemente comprender mejor a los de dentro, porque – como espero que éste texto haya ilustrado – parecemos no entender nada de nada. Para ello, quizás no sea suficiente el informarnos mejor, escuchar más y hablar menos, sino además del todo recomendable el que aprendamos catalán, estudiemos Historia de Cataluña y por supuesto su Literatura. Fue al fin y al cabo un notable literato catalán, el trovador de Montserrat Víctor Balaguer Cirera quién nos recordó que la literatura es fuente de progreso.
Mientras tanto, armémonos de paciencia. La vida en Cataluña parece operar bajo la máxima de Manuel de Pedrolo de que ‘una cultura només és viva que és conflictiva’ (‘una cultura sólo está viva en la medida en la que es conflictiva’). Recemos para que surja pronto un nuevo Galdós que redacte con urgencia una versión actualizada de los Episodios Nacionales que arroje algo de luz sobre tanta tiniebla.
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